handball
1, comprar:
Sonría lo estamos filmando. Lo estoy leyendo. Es
viernes, y para cuando llegue el lunes, voy a estar muerto. No tengo ganas de
sonreír, menos cuando me lo piden. Aunque a mis progenitores no les guste, a mí
me encanta pensar en mí como una isla con alambre de púas: mis palabras
haciendo de púas, en frases con la maleabilidad del alambre. Yo vivo en
Esparta, sólo me traen muy de vez en cuando a esta lacia Atenas.
Me están por comprar una campera gruesa para el
invierno. No me gusta ninguna de las que me mostraron hasta ahora. El vendedor
tiene ojeras y está un poco amarillo, parece que no tuviera ganas de que mis
padres compren la campera. Ganas de nada, eso sí parece tener. Tiene más cara
de querer que nos vayamos. No pasó un buen día, ni una buena vida. Está flaco, ya
no es joven, seguro que dentro de poco lo echan y lo reemplazan por una chica
joven y linda, uno de esos ejemplares rubios, o morochos de ojos claros, un
animal hermoso. No sé cómo no lo hicieron todavía. Está eliminado, con mis
rayos rábicos: ahora. Les voy a decir que me gusta cualquier campera, la
primera que me muestren a partir de ahora. Y listo. Es mejor que seguir toda la
tarde metiéndome a esos probadores, de negocio en negocio, preguntando si
trabajan con la tarjeta de crédito que tienen mis padres. De seis comercios
especializados en la venta de ropa y accesorios que recorrimos, solamente dos
tenían convenio con la tarjeta de mis padres. Nuestro crédito es vergonzoso.
Es roja, con los cierres verde musgo, cinco bolsillos
en total. O quizá es un poco anaranjada... Acabo de decidir que para mí es roja,
y listo. Tiene pinta de ser de buena calidad, eso quiere decir que me va a
acompañar por unos cuantos inviernos, eso habrán pensado mis progenitores. No
soy de cambiar campera seguido. Nadie en mi familia lo hace. Baste un ejemplo:
mi papá tiene la misma campera negra de cuero desde que nací, o antes.
Nuestro tour de compras no termina todavía. Faltan los
patines para mi hermana y el celular para mi hermano. O al revés, no me
acuerdo. Talvez una bicicleta. Un MP4 para mamá: para escuchar la música del
joven mártir, Fruel Miloo, ese infeliz cara de animal degollado, pacotilla crística.
Me fastidio rápido, lo admito, siento unas ganas terribles de molestar al mundo
cuando esto pasa. La separación es displasentera, eso me motiva. Cómo gozo, me
hundo, me separo del entramado este, mundo que le dicen.
Pregunto una vez más, exponiéndome al castigo habitual
por insistencia (es decir, la lectura de Aquino Zambrano durante, mínimo, tres
horas): ¿Qué de la compra del juego Krial,
qué con lo que habíamos hablado la otra noche después de comer la comida verde
(espantosa) que le gusta a mamá? Mis preguntas demoran suspendidas en el éter
que me separaba de mis progenitores apenas unos segundos. Ya está, lo dije,
pregunté.
Si, no te creas que nos olvidamos, dice papá desde su
altura de mobiliario. Hablamos con tu madre y creemos que no hay ningún
problema, vamos a comprarte el juego, indicános donde es que lo venden.
Es una caja pequeña, cuadrada, un cubo seria lo
correcto para decir, de color metalizado pero sin brillo; parece una fundición
del medioevo. El manual de instrucciones no merece llamarse así, dice papá, con
cara de que ya se empezó a enojar (papá se enoja fácil, como mi hermana. Yo no
me enojo: yo me fastidio). No se entiende absolutamente nada, dice. Y eso que está
en el idioma que hablamos, claro. Pero papá se refiere a otra cosa. Lo único
que comprendemos hasta ahora, por un obvio cable negro que sale desde uno de los
costados inferiores de la caja, es que se enchufa al tendido eléctrico. El Krial es un juego eléctrico. Eso, ni yo
lo sabía. En el sitio de Internet por el que me enteré de la existencia del
juego y cómo hacer para conseguirlo, no daban demasiados datos.
En otro lugar de la casa mi hermana y mi hermano
alimentaban, transfiriendo fondos vía La Red desde sus cuentas bancarias, a un
africanito huérfano del sida, o de la guerra, es probable que de ambos jinetes
del Apocalipsis juntos. Todo sucedía en tiempo real. Y lo veían (al africanito,
tal vez de Ruanda, o de Chad, tal vez etíope, ¿somalí?) en un pequeño recuadro
a la derecha de la pantalla, mientras el resto de la pantalla mostraba a cinco
tipos forrados en vinilo tocando un horripilante enredo de sonidos para miles
de personas, sobre todo jóvenes (el ser más fácil de embaucar del mundo). Todo en
tiempo real. Ultra-realidad, já. Nada
de gracia. Es un juego extraño, al menos para mí.
La época de mi nacimiento constituía un desfasaje, una
tierra de nadie en el desarrollo de la historia. Si bien yo era el mayor de los
hermanos, parecía el menor en adaptación al entorno bio-tecnológico. Yo era de otra época. Lo que ellos hacían en red, por lo general, me desconcertaba. Ese
juego, en especial. Y estaba muy de moda en ciertos círculos mundanos.
La gente se entretiene con cosas muy extrañas.
Entretener. Tener un entre. Un tener,
entre el mundo, el gris mundo civil,
un hiato feliz en mi vida real. Pause. Play. La gente se va. Se pira. Algo factible de notar. Se iban con rumbo a un fuera de este mundo. Aéreos se las
tomaban. Es decir, sin suelo firme. Entre otras cosas, ése era el principal motivo
del exorbitante desarrollo de la música en occidente. De su industria
gigantesca montada sobre acordes. Porque, como preguntan los gnósticos
modernos: ¿dónde estamos cuando
escuchamos música? Fuera del mundo,
se mueren por contestar estos mismos. Ése era el gran descubrimiento de nuestra
época. Todos somos medio monjes. Monjes medios. Monjes con medios. Monjes sin
remedio. Aún sin saberlo, aún sin quererlo. Vocación de monjes. Monjes no
religiosos que fugan hacía adelante, sometidos, atraídos, abducidos, chupados,
impulsados, por las extravagancias de una uterodicea; extravagancias a veces disfrazadas de
objetería pop. Pro-pulsión. Un vagar extra. Las mónadas con auriculares.
Persiguiendo figuras con precios. Corriendo tras sombras. Sombras, pero no sombras
negras, no, sino de colores, de exultantes colores. Sombras chillonas. La
zanahoria chillona. Todo, todo, todo, fuera de este mundo. Como un monje
retirado al desierto. ¿La gruta humana?
En fin, ésta época de in-materialismo mediático está poblada por millones de pseudos monjes
que habitan fuera de éste mundo, o, como los monjes verdaderos, los del fase to fase con Dios, eso intentan, por
todos los medios.
Todo esto lo leí en un pesado tomo forrado de naranja
y de verde y de azul: la elocuente agenda de mamá, toda una filósofa de las
costumbres, ahí en su universidad de platos mal lavados.
2, vender:
Les voy a vender estas revistas. Me dijeron que ellos
coleccionaban ésta clase de material gráfico. Mucha mutilación, injerto
aberrante, mala conciencia, lujuria cóncava. Los hermanitos Pronto son así: lo
que yo llamo carnívoros no tan domésticos.
Los conozco desde jardín de infantes. Tres cabezas enormes llenas pelo
anaranjado. Ahora mismo, algunos de ellos deben estar vendiendo pastillas en la
costa. O haciendo algún espectáculo de magia, producido y financiado por su sibarítico
padre. O encarando cualquier negocio afín. Divisas como navajas, urbanos monos
pasados de rosca: etcétera, etcétera. No necesitan ese dinero ya que su padre
se los da en cantidades amenazantes; amenazantes para ellos mismos y para los
demás, por supuesto.
Rodolfo Pronto, el mayor, había atropellado (sin
victimas fatales) con vehículos de motor a cuatro personas, en tres ciudades
diferentes; se había intentado matar en dos (en una con pastillas y vino y en
la otra con un vidrio de botella); y había incendiado una casa en una… Roberto
Pronto, el del medio, tenía hasta un
asesinato en el prontuario. Es verdad que sólo como sospechoso, su coartada fue
inmejorable: estaba con su padre en un viaje por el desierto: el cercano
oriente, que le dicen. No se le pudo comprobar nada; él tenía 18 años, el
cadáver 20: un vecino discutidor, curioso y feo y unas cuantas cosas más que
Roberto Pronto, siempre que podía, se demoraba en detallar; vecino al que él no
había pasado de darle una que otra lección,
pero sólo cuando este se la merecía. Si se las merecía tan seguido, no era
asunto de ningún miembro de la familia Pronto. En fin, inocente ante la
justicia. Listo. Pronto… Renata Pronto, la menor, se quema no tan lento, como
combustible humano, sin ton ni son, con gin-tonic y muchísimo más; una ofrenda
para nadie.
Las revistas me las dio Ernestina Cortés de Mansilla.
O la viuda de Bruno Mansilla, como seguramente ustedes la conocerán. Dicen que
está loca. A mi me parece que sabe cosas que le pesan. Lo que desde afuera
nosotros vemos como locura, no son más que los estremecimientos por sostener
una carga demasiado pesada, que amenaza convertirse en inaguantable, carga
isomorfa que no puede delegar. No una carga sobre su conciencia, sino más bien
sobre su razón, región ésta que contiene a la primera, y las dos reposan, se
montan, sobre los ojos. Y afuera y detrás está el Caos o el Horror, como
quieran verlo. A veces, uno trae los ojos cocinados por el horror y, de no
comernos esos ojos, cocinados, que al fin y al cabo ya son comida, se pudren, y
terminan pudriendo lo que queda de cerebro. Su razón, la de la viuda, está
haciendo algo así como equilibrio sobre la putrefacción cerebral.
Le pido que me muestre, de nuevo, si no es mucha
molestia, los últimos papeles de Mansilla. Los de la caja enviada por correo desde
el extranjero por un anónimo (no un anónimo exactamente; más bien, un nombre de
mujer que no le decía nada a nadie, con una dirección escasamente verificable.
La viuda de Mansilla negó de plano la posibilidad de una amante-albacea del
viejo escritor; al menos en la época en la que fueron escritos los textos de la
caja: Lo vi todos y cada uno de los días de sus últimos 19 años de vida, fue el
argumento de Ernestina Cortés. Argumento nada desdeñable). Me trae la caja y antes
de retirarse me pregunta si no quiero tomar vino. ¿Vino?, pregunto sin mirarla,
abriendo la caja. Sí, vino, un tinto, Cavernet, la mar de bueno, que
desgraciadamente Bruno dejó sin tomar. Y se va sin esperar mi respuesta.
3, comprar:
Crisis de nervios. Mal. No puedo parar. ¿Lo deseo?
¿Deseo seguir o deseo no parar? ¿Decido no ver? ¿Qué clase de preguntas de
mierda son esas? Una furia ciega que me ajusta como un guante, el colmo: me
queda bien, me pone filoso. Y me ahoga. A punto éxtasis. El punto se transforma
en línea con la velocidad. En látigo, me extiendo y tenso. Sí, mi cabeza es el simulador de vuelo
de un caza bombardero. Un Sea Harrier. Bombardeo mi casa. Estallar contra el casco
del mundo. Destrozo el celular de mi hermana (los patines son de mi hermano). Amo
los teléfonos celulares. Destrozo unos cuantos muebles menores, algunos
electrodomésticos. Una imagen: nanosegundos en la ventana del living: pasa un
avión, transportando cuerpos, cada uno de estos con lo que llama su vida a cuestas. Añicos los ceniceros. Añicos unas plantas. Papá intenta detenerme,
siento el olor del cuero de su campera negra rodeándome el cuello. Muerdo algo.
No se qué. ¿Quién grita? Mamá intenta sostenerme por los pies. Mi hermano,
vestido con una especie de capa corta y brillante, azul, sobre unas calzas a
tono, observa desde la puerta de su habitación mientras habla por teléfono; no
parece preocupado, ni por mi ni por nada.
Justo en el momento previo al golpe seco en la cabeza,
leo los labios de mi hermano menor. Si,
ya lo tenemos. Ahora querríamos comprar el número 2. Sí. Muy buen juego. Eso
es lo que dice. Corta el teléfono… y me desmayo. ¿Un puño?, ¿una pequeña
estatua? Me desmayan.
No me gusta dejar de ser esa isla con alambre de púas.
La ductilidad es la del alambre, ninguna otra. Resistencia. Me castigan: esta
vez serán tres días de lectura de Aquino Zambrano, comiendo solo puré de
zapallo (en realidad de calabaza) y bebiendo agua tibia con vinagre. Ambos
progenitores opinan que el juego Krial
tiene algo que ver con mi crisis. Ninguno lo menciona.
En otro lugar de la caza, mi hermana se masturba para
miles de usuarios de la red (papá dice que ya deben ser millones a esta altura).
Una vez empapados los dedos, su mano toda en jugos, toma uno de esos juguetes (ahora es un homúnculo
fosforescente en posición fetal: no tardo en darme cuenta de qué se trata: es
una réplica exacta del huerfanito africano alimentado con la tarjeta de crédito
de mis hermanos menores), y se lo introduce, lentamente (pero sin cadencia),
cantando una tonta canción que se pretende lasciva. Algo de moda, seguramente. Renata
goza. Renata sufre. Siempre que se enoja, mi hermana recurre a su webcam y al
rápido orgasmo autoinflingido.
4, vender:
Bruno Mansilla, entre otras muchas cosas, reflexionó
sobre su apellido. Muchas personas (demasiadas en su opinión), nacidas en su
mismo país de origen, llevaban ése apellido. Siempre le pareció una orden ese
nombre. Una orden dada hace siglos. Lo que no está muy claro es quién se la da
a quién. Su obra no es tan extensa como concentrada. Unos cuantos certeros
tomos cortos. Sucede eso con los espacios mentales, con los galpones metafísicos del cráneo como los
llamó en su texto El deporte quieto o cómo
evitar los excesivos manotazos al vacío. Pasa que no corresponden al
volumen material que los soporta. Como
muchos, Mansilla opinaba que el soporte es lo de menos. Su obra se compone de
las siguientes obras, en orden cronológico de escritura: Toga in tranca palio, poesía, 1982. Salidas únicas, ensayo-fixión, 1983. Cabeza de secreto, nouvelle, 1999. Fome: hambre y aburrimiento, novela-ensayo, 2000. Trash Aike, su libro más extenso, una
novela de 210 páginas, del año 2005. El ya mencionado libro de ensayos El deporte quieto, o cómo evitar los
excesivos manotazos al vacío, del 2006. Y por último, el aún inédito
conjunto de papeles de la caja enviada desde el extranjero: Mancillando parece ser el título elegido
por el autor, y es algo así como un ensayo-crónica de unas 60 páginas.
Mientras tomamos vino (en unas copas que estoy seguro
luego describiré en detalle en alguno de mis relatos), y como para pasar el
rato, le pido a la viuda que elija su texto preferido dentro de la obra de su
marido, y, si no es mucho pedir, me lo lea. Accede con entusiasmo y sin demora.
Quizá lo esperaba. Sospecho que ella estaba tomando vino desde mucho antes de
mi llegada. Elige un poema de Toga in
tranca palio, no por ser su más preferido, sino por ser el que, ella considera,
mejor lee. Se titula Desnudo y tres
tractores. Su voz parece alejarse sin perder volumen cuando comienza a
leer:
Fragmentos inconexos de una
conversación telefónica en la que alguien grita,
hace años que comenzó
Eso parecían tus promesas junto
a las mías y yo te creí
Con toda la bola de espejos
de mi cabeza.
Aferrándonos a una velocidad
Solos hasta el dolor, y la
Mancha de aceite
Creí creerte
-apagón-
No me paré nunca más
No me senté nunca más
No me acosté nunca más
Soy un edificio sólo sótano
emergido, hasta catapultado
La belleza son máquinas de
funcionamiento frenético
y de pestañeo
Conformarse en uno de los
estruendos callados de como una conversación
(callados más por decir nada
que por callar)
El silencio nos cubre como un poncho. En ocasiones el
frío es doloroso. Mientras ella leía, yo me concentré en un conjunto de fotos
en blanco y negro que cuelgan dispersas de la pared. No hay ventanas a la
vista, sin embargo, sé que el final
del poema de Mansilla coincidió con el comienzo de la noche. Ernestina Cortés,
la viuda para ustedes, tiene los ojos cerrados. Sellados. No los tiene más. En
su lugar, se abren dos pequeñas bocas dentadas, llenas de dientes negros muy
pequeños, apenas visibles, lo que no hace más que aumentar la sensación de filo
venenoso. Habla recién cuando se para y busca algo en la heladera, de espaldas
a mi. Me pregunta si quiero escuchar un fragmento de su texto más preferido, aunque no lo lee muy
bien, avisa. Yo sólo quiero las revistas, para venderlas, necesito el dinero;
eso pienso. Contesto que por supuesto, y al instante, mis palabras se me hacen
inaudibles, y repito el por supuesto.
5, comprar:
Me cortaron el chorro. Voy a matar al mundo, conmigo.
No, mejor me voy al Casino, o a una playa prehistórica… a un arsenal.
6, vender:
Mi marido decía que escribía no sobre la realidad sino en la
realidad. Se refería, creo yo, a que no era exactamente como espejo que tenía
que comportarse el artista. Más bien como resorte, o como martillo, o como ropa
de abrigo. O como maestro del fracaso feliz incluso. No como espejo.
7, vender:
El jeep se estaciona junto a la choza y en menos de
diez segundos está rodeado de personas con hambre. El doctor Morrison da una
mirada rápida al periodista Plead y a la doctora Patrol y se baja del vehículo.
Lleva una caja abrazada con su brazo derecho contra su cuerpo. La caja es de
cartón, blanca, con unos cellos. Una mujer encorvada y sin dientes sostiene un
niño flaco, cadavérico. Las piernas le cuelgan, secas. El doctor Morrison
piensa en las patas de un venado. Después piensa en una mujer y en su hijo a
miles de kilómetros de distancia de ahí. La mujer desdentada llama a alguien,
lo busca con la cabeza. Pasa una bandada de pájaros. El niño no tiene mirada.
Un joven esquelético semidesnudo extiende los brazos pidiendo la caja. El
periodista Plead dice algo en un idioma que los hambrientos no entienden. El
doctor Morrison duda.
Abril 2008