Vértigo de la desertificación.
Es
bastante conocida esa Nada que atrae a los poetas, que los abduce. Famosa esa
inactividad que les muerde los talones, amenazándolos siempre con tragárselos a
ellos y a su escuálida obra, sumergiéndolos en la inexistencia. Esa Nada es,
básicamente, un lugar: un desierto. Y los poetas habitan ahí a costa de un
vértigo constante. Vértigo de pasaje podríamos llamarlo, en función de un catálogo
imaginario de vértigos. Vértigo del pasar de habitar el desierto a ser
el desierto.
Aclaración
necesaria: no hablamos acá, ni de la muerte, ni de su pulsión; ni de autismos
literales, comatosos. No. Autismos literarios, quizás.
Este
desierto está vacío de acciones. Es lo inanimado lo que tira. Pero,
paradójicamente, en su forma activa: la inanimación, lo inanimante. Lo que
empuja hacia alguna parte sin la más minima esperanza de nada. Escribir o no
escribir, dat de cuéstion. Que en
literatura, ustedes ya se dieron cuenta, equivale al famosísimo interruptor shakesperiano (ser o no ser).
Sí:
ontología de morondanga el poeta. Vecino del místico, pariente no tan lejano
del anacoreta. Por supuesto que no nos referimos con esto al tono del poeta, más bien a su condición,
o mejor, a su situación. Al dónde. Ya dijimos: esto es habitar con vértigo el
desierto. Vértigo parecido, ahora que se nos ocurre, al sopor. A modo de
ejemplo: a ese vértigo de las alturas (un clásico), crúcenlo con la
narcolepsia: imaginen el resultado… ahí tienen algo parecido a ese desierto que,
medio que habitan / medio que se les viene encima a los bardos. Y esto trae a
cuento eso de que la diferencia entre un poeta y un filósofo es que el poeta
duerme más.
Tres
que se adentraron en La Inacción; cada uno en su estilo. Tres que cesaron, secaron
la fuente, y a otra cosa mariposa. Tres que dejaron de escribir:
1
/ El nene Rimbaud: después de dos
conjuntos de poemas y un poco más, el joven poeta maldito se hartó, sobre todo,
de su poesía de profeta ebrio de monaguillo con fiebre, y acto seguido, se puso
a realizar más de un tópico de su
poemario. Su Yo es otro se hizo
carne. El agitado siglo XIX está terminando entre convulsiones. Se fue de mambo, dirían ahora del joven
Rimbaud y del siglo. El autor de las Iluminaciones se convirtió en salvaje,
en algo así como un pirata, o en una especie de “agente Kurtz”, de El corazón de las tinieblas, la novela
de Conrad (talvez les suene más en la versión “coronel Kurtz”, del film Apocalipsis now, interpretado por la
cabeza -exclusivamente por ese apéndice corporal- de Marlon Brando). El niño
Rimbaud, que ya era bastante movedizo, apenas cumplidos los 20, se piro y renegó
de todo lo antes escrito. Después no hay certezas de sus paraderos. Chispazos
de ubicación, apenas. En Chipre, de capataz. En medio oriente, expedicionario. En
Alejandría, apenas se cuenta que lo vieron. En África, en Abisinia, tráfico de
armas, de esclavos. Habitó el desierto posta. Viajó en camello posta. El nómada
es, más que otra cosa, desértico. Rimbaud muere a los 37 años y 20 días.
Llevaba cerca de 20 años sin escribir un verso. En los últimos tiempos, al
hablar de su obra juvenil, solía decir: Eran
enjuagaduras.
2
/ Juan Rulfo: escritor mexicano. Si el “Boom Latinoamericano” de los 60 fuese
una foto, el saldría pequeñito, misterioso, a un costado. Sólo dos libros: un
conjunto de cuentos, El llano en llamas,
y una novela corta impecable, Pedro
Páramo. Luego, el silencio. Surgen algunas dudas. ¿Cómo alguien sin
demasiada instrucción, hijo de campesinos, escribió esas obras, sutiles y profundas?
Lo de su parate posterior es muy
sospechoso, dijeron algunos malpensados. Esas dudas, después de todo, son
requetecontraparecidas a las que siempre les tuvo Europa a sus excolonias. Lo único que espera la desconfianza es la
subordinación. Algo así como la relación entre el Varón Frankenstein y su
criatura; Gepeto y Pinocho; el rabino y el Golem. Lo que si consta, es ese
silencio (ese páramo) que protagoniza
su novela, y su obra. América, el continente descubierto (como quién destapa
algo y encuentra un pozo; o peor, lo excava). El espacio de su retirada.
3
/ Salinger: un profesor con llegada a los alumnos, en la época dorada de los campus norteamericanos. Editan su novela
de culto a finales de los 50, El guardián
en el centeno o El cazador oculto (depende
la traducción que les haya tocado en suerte. Recomendamos la de Pedro B. Rey, El cazador…, en ed. Sudamericana, que mal no
está). Qué más, sí, su entrañable saga
de los hermanitos Glass (Cristal, Vidrio), constituida por unas novelas cortas
(o relatos largos). Levantad carpinteros
la viga maestra es una buena puerta de ingreso al mundo de los hermanitos
de vidrio. Y también hay un conjunto de cuentos, 9 cuentos para ser exactos. Pero el nombre de los hermanitos de su
saga nos advierte algo. Nos dice sobre una fragilidad. Es ese vértigo del
desierto, abalanzándose. Búsquedas en la poesía zen, en el Tao. Salinger tiene
vocación de místico. ¿De escapista fuga
mundis?, talvez. Se pierde, más que seguro que con una
biblioteca haciéndole de camello para la travesía de la desaparición. Y no
publica más. Nada. Se dice que sigue escribiendo, pero escondido, para no
publicar. De todas maneras, de la vida pública, de publicar, se fue. Se va
secreto. Se pierde en el vacío lleno, de a poco. Se pierde, tenue, tácitamente
canchero...
A todo esto, ¿y Bolaño?
Ya llegamos. Paciencia, que como decía el
joven pálido Kafka: “Todos los errores humanos son fruto de la impaciencia,
cof, cof, interrupción prematura de un
proceso metódico”.
El
escritor, el poeta (como para no cortar el
enfoque), es el primer habitante de un desierto, que es su obra en
formación, y su vacilación gigante, sus ganas de nada, sus, a veces,
desesperadas ganas de asir la nada. También está su trascendencia en estado
larval. Abismo y creación. Adán de su
hipotálamo. Robinson de la isla de su cráneo.
El
reconocimiento a Roberto Bolaño, según algunos, le llegó tarde. Para ese
entonces el escritor nacido en Chile en 1953 ya sabía que tenía los días
contados. Había emigrado con su familia de niño a México. Había vuelto a Chile
en el 73, a dedo, atravesando Latinoamérica, para participar del gobierno-aventura
popular de Allende. Cayó preso al otro día del golpe. Y zafó porque dos de los
milicos habían sido compañeros suyos en la primaria. Para ese entonces, el
entonces del éxito tardío con el Premio Herralde por su novela Los detectives salvajes, en 1998, ese escritor
ya estaba acostumbrado a vivir en su desierto. Una soledad de cactus de quien
ya poco espera.
Ese
vértigo de la nada, propio del oficio, al encontrarse, al chocarse con la
cuenta regresiva de la enfermedad que se intuye, se sabe terminal, deviene
desesperación. Exactamente: no-espera. En más de una ocasión Bolaño debe haber
pensado en que moriría siendo el único habitante de su obra. Y es justo ahí
donde encara el último tramo; el que lo convertirá en leyenda
(etimológicamente: lo digno de ser leído, conocido)
Se
dice que Bolaño a veces se hace el tonto, el simple. Que despista con su meta-literatura,
a lo Borges, y su crudeza fractal y vagabunda, a lo poeta Beat. Finge que está
hablando de cosas triviales, mundanas, de opacidades de la vida en la sociedad moderna;
y de fondo, detrás, se estremecen los grandes temas, los desgarrados temas, históricos,
antropológicos, filosóficos, poéticos. Se estremecen, decimos, porque Bolaño
escribe con la desesperación. Pero, ojo: él no languidece, ni pega un salto kierkegardiano de fe a lo Steve Wonder.
No se entrega al desierto a lo santo,
es decir, él solo frente a Dios, en un face
to face, sin mundo. Nones. Su desesperación lo crispa. Lo acerca al
combate. Se mete en el Unimov (¿se
escribirá así?, ese vehículo militar pesado con orugas) de la Literatura.
Bolaño ya no está solo en esta: forma parte de La Literatura. Agarra al mundo y lo mete comprimido en su desierto.
Lo mete por la fuerza. Puja de quien,
incluso, o sobretodo, desde su desesperación, tiene algo para decir. Aún, en
plena época de multimedios mudos, tiene algo que decir; con el
Apocalipsis puesto de poncho.
El
mundo es un desierto lleno de inscripciones geológicas. Y Bolaños, el pensador tectónico como dice uno de
sus poemas, está ahí, leyendo crudo. Y a medida que lee, sueña; sueña mítico,
sueña profético.
Si
nos fijamos, de lejos, Bolaño parece un peleador callejero que en el barrio, en
los monoblocs de la literatura, se
hace llamar DJ Borges.
Como
Borges Jorge Luís, Bolaño (que era ultrafanático del cegatón escritor), ingresa
desde su vida de lector en la máquina
literaria; es decir, en ese conjunto (no tan grande, por cierto) de metáforas
que serían la historia del mundo, y sus variaciones, (como escribe Jorge Luis en
su ensayo La esfera de Pascal).
Ahora, bien. Borges, digámoslo, es un tilingo bibliotecario con alma de compadrito.
Y Bolaños es un Borges beatnik; con algo de surrealista periférico (no
europeo). Pero, a diferencia de la distancia aristocrática con respecto al
mundo de Borges, y, a diferencia de la distancia dionisiaca y/o zen con
respecto al mundo de los beatniks, Bolaños, se encastra en el mundo. Defiende el lugar de lo que él (siguiendo a
Lihn) llama el escritor civil. Es decir, no aspira a ser un periférico, sino
que le interesan los asuntos de La Polis; se foguea en el Ágora. Se mete de
lleno en los combates por la verdad (en ese sentido, es un moralista, a lo
Voltaire, escritor citado más de una vez en la obra del chileno). Y tal vez
vaya más allá: Bolaño es fiscal…Y hasta policía. Sí. Es decir, no teme ponerse
en ese, actualmente, antipático lugar, y hablar desde ahí en serio. Baste como ejemplo fixionál su cuento El policía de las ratas (en su libro El gaucho insufrible); es el relato en
primera persona del sobrino policía de Josefina la cantora, el entrañable
personaje del cuento de Kafka, mientras investiga una serie de crímenes en la
comunidad de las ratas. Y como ejemplo real, en una entrevista concedida a la
revista Playboy , poco antes de su
muerte:
Playboy: ¿Qué le hubiera gustado ser
en lugar de escritor?
Bolaño: Me hubiera gustado
ser detective de homicidios, mucho más que ser escritor. De eso estoy
absolutamente seguro. Un tira de homicidios, alguien que puede volver solo, de
noche, a la escena del crimen, y no asustarse de los fantasmas. Tal vez entonces sí que me hubiera
vuelto loco, pero eso, siendo policía, se soluciona con un tiro en la boca.
Las
mejores obras de Bolaño tratan de escritores, de lectores y de lecturas. Y a la
vez, son obras profundamente vitalistas. Bastante vitalistas como para ser,
sólo, obras de literato.
Los
protagonistas de Los detectives salvajes son
los poetas realvisceralistas Arturo
Belano y Ulises Lima, nombres ficcionales detrás de los cuales se esconden las
identidades de Roberto Bolaño y de su amigo y compañero mexicano de correrías
poético-marginalotas, Mario Santiago, con quien en los años 70, en el DF, comandaron
el movimiento Infrarrealista, con el que planeaban “volarle la tapa de los
sesos a la cultura oficial”, junto a otras amenazas (por ejemplo, y era joda,
claro: la de secuestrar a Octavio Paz: por aquellos años, poeta máximo del
parnaso mexicano). Estos dos poetas, los de la novela, uno con el nombre del
viajero: Ulises, el otro con el nombre del rey-caballero: Arturo, persiguen los
rastros de una poeta mexicana de vanguardia de los años 20 llamada Cesárea
Tinajero, de la que sólo han escuchado hablar. Esa mezcla de búsqueda, escape y
persecución los impulsará a recorrer el mundo. Te la deja picando: Tinajero:
Latina: América La Tinaja: nacida por cesárea. Algo así. Literatura y exilio, para Bolaño, son caras de
la misma moneda.
En
su novelón póstumo, 2666, vuelven a
aparecer los perseguidores de un autor misterioso en constante fuga, los
lectores de un escritor en constante truco de aparición y desaparición. En esta
ocasión, son cuatro críticos literarios (el francés Pelletier, el español
Espinoza, el italiano Morini y la inglesa Norton) quienes van tras las huellas
de Beno von Archimboldi, el enigmático escritor alemán cuya fama está en
aumento en el mundo de las letras, a quien nadie
conoce en persona. Terminarán su
búsqueda en el desierto de Sonora (límite de USA con México), en la ciudad de
Santa Teresa (máscara de Ciudad de Juárez), sin éxito, ya que Archimboldi no
dará ni rastros. O lo peor, sólo dará eso: unos cuantos rastros a modo de
jeroglíficos. En ese momento, el novelón (de 1119 páginas), no hace más que
comenzar. La ciudad de Santa Teresa viene siendo escenario de una larga serie
de crímenes con un grado de atrocidad extremo: mujeres, en su mayoría jóvenes.
Torturadas, mutiladas y violadas; antes y después de muertas. Estos crímenes
están en el centro del misterio del mundo, dirá uno de los personajes. (Este
importante elemento de la novela está sacado de datos periodístico-policiales
reales: durante la década del 90, en Ciudad de Juárez, comenzaron los crímenes sistemáticos
de mujeres, crímenes en su mayoría sin resolver hasta el día de hoy; aunque
buena cantidad de las sospechas terminaron cayendo sobre los carteles de droga
que ganaban en esos años cada vez más y más poder en la región, de la mano del
poder político.)Todos los protagonistas de las cinco partes del libro (partes
pensadas como posibles novelas separadas por Bolaño) confluyen en esa ciudad
enclavada en el desierto mexicano. Si bien la novela está repleta de personajes
y de sus vidas, se recortan nítidos ciertos personajes centrales: los críticos,
ya referidos, en viaje detectivesco de Europa a América; Amalfitano, un
profesor de filosofía chileno, que termina viviendo en Santa Teresa solo con su
hija española adolescente, mientras intenta no volverse loco; Fate, un
periodista afroamericano que va hasta Santa Teresa a cubrir una pelea de box
para un periódico de la comunidad negra; unos cuantos policías y otros cuantos
narcos vinculados al poder de la ciudad; y el mismo Archimboldi, el misterioso
escritor alemán, apropósito del cual, en la última parte de la novela, se
recorre buena parte de la historia europea del siglo XX. Y claro, el desierto
también es un protagonista en este novelón. El desierto de Sonora (lugar en el que,
además, termina Los detectives salvajes) es el hueco que succiona al mundo, el
desagüe entrópico, la boca negra de un Apocalipsis con fecha posible: 2666.
Como
escribió el escritor argentino Gonzalo Garcés: si Macondo (la ciudad imaginaria de las ficciones de García Márquez) es
para algunos algo así como el mito de origen de América Latina, la Santa Teresa de Bolaño, es el mito del final.
Pero éstas son sólo aproximaciones. La densidad de la prosa de Bolaño (y a
esto íbamos con todo este rollo del desierto en nuestro texto), pone en ese
mambo con la aparición y la desaparición, con lo habitado y lo no habitado, en
ese lugar desértico, poético, al mundo entero conocido. A las culturas (que
necesariamente están escritas). La
literatura, en su obra, es la vida misma con el vértigo de desierto encima.
En
otra de sus novelas, Amuleto, de
1999, leemos una aproximación a la fecha (a ese año) del titulo de su novelón
final. Es la protagonista de ésta novela, Auxilio Lacouture, una poeta
uruguaya, quien cuenta cómo siguió una noche a Arturo Belano y a Ernesto San Epifanio
en su caminata rumbo a la colonia Guerrero, en ciudad de México, adonde los dos
poetas se dirigen en busca del llamado Rey
de los Putos:
Y
los seguí: los vi caminar a paso ligero por Bucareli hasta Reforma y luego los
vi cruzar Reforma sin esperar la luz verde, ambos con el pelo largo y
arremolinado porque a esa hora por Reforma corre el viento nocturno que le
sobra a la noche, la avenida Reforma se transforma en un tubo transparente, en
un pulmón cuneiforme por donde pasan las exhalaciones imaginarias de la ciudad,
y luego empezamos a caminar por la avenida Guerrero, (…)la Guerrero, a esa
hora, se parece sobre todas las cosa a un cementerio, pero no a un cementerio
de 1974, ni a un cementerio de 1968, ni a un cementerio de 1975, sino a un
cementerio de 2666, un cementerio olvidado debajo de un párpado muerto o
nonato, las acuosidades desapasionadas de un ojo que por querer olvidar algo ha
terminado por olvidarlo todo.
¿Quién
fue, es, y será Roberto Bolaño? ¿Un escritor latinoamericano más? ¿Uno de esos
compadritos caballerosos a los que les cantó Borges en su poesía, reencarnado
en un chileno trotamundos fanático de Jim Morrison y con vocación de detective?
¿Un típico caso del morto qui parla -hit
de ventas, Lázaro (re)animado con los hilos del Mercado?
Esto
recién comienza. Por ahora, hay que leer. Hay tiempo hasta el 2666.
Desierto de Rosario, diciembre, 2008.