martes, 31 de enero de 2012

La máquina Bolaño



Vértigo de la desertificación.

Es bastante conocida esa Nada que atrae a los poetas, que los abduce. Famosa esa inactividad que les muerde los talones, amenazándolos siempre con tragárselos a ellos y a su escuálida obra, sumergiéndolos en la inexistencia. Esa Nada es, básicamente, un lugar: un desierto. Y los poetas habitan ahí a costa de un vértigo constante. Vértigo de pasaje podríamos llamarlo, en función de un catálogo imaginario de vértigos. Vértigo del pasar de habitar el desierto a ser el desierto.

Aclaración necesaria: no hablamos acá, ni de la muerte, ni de su pulsión; ni de autismos literales, comatosos. No. Autismos literarios, quizás.

Este desierto está vacío de acciones. Es lo inanimado lo que tira. Pero, paradójicamente, en su forma activa: la inanimación, lo inanimante. Lo que empuja hacia alguna parte sin la más minima esperanza de nada. Escribir o no escribir, dat de cuéstion. Que en literatura, ustedes ya se dieron cuenta, equivale al famosísimo interruptor shakesperiano (ser o no ser).

Sí: ontología de morondanga el poeta. Vecino del místico, pariente no tan lejano del anacoreta. Por supuesto que no nos referimos con esto al tono del poeta, más bien a su condición, o mejor, a su situación. Al dónde. Ya dijimos: esto es habitar con vértigo el desierto. Vértigo parecido, ahora que se nos ocurre, al sopor. A modo de ejemplo: a ese vértigo de las alturas (un clásico), crúcenlo con la narcolepsia: imaginen el resultado… ahí tienen algo parecido a ese desierto que, medio que habitan / medio que se les viene encima a los bardos. Y esto trae a cuento eso de que la diferencia entre un poeta y un filósofo es que el poeta duerme más.    

Tres que se adentraron en La Inacción; cada uno en su estilo. Tres que cesaron, secaron la fuente, y a otra cosa mariposa. Tres que dejaron de escribir:

1 / El nene Rimbaud: después de dos conjuntos de poemas y un poco más, el joven poeta maldito se hartó, sobre todo, de su poesía de profeta ebrio de monaguillo con fiebre, y acto seguido, se puso a realizar más de un tópico de su poemario. Su Yo es otro se hizo carne. El agitado siglo XIX está terminando entre convulsiones. Se fue de mambo, dirían ahora del joven Rimbaud y del siglo. El autor de las Iluminaciones se convirtió en salvaje, en algo así como un pirata, o en una especie de “agente Kurtz”, de El corazón de las tinieblas, la novela de Conrad (talvez les suene más en la versión “coronel Kurtz”, del film Apocalipsis now, interpretado por la cabeza -exclusivamente por ese apéndice corporal- de Marlon Brando). El niño Rimbaud, que ya era bastante movedizo, apenas cumplidos los 20, se piro y renegó de todo lo antes escrito. Después no hay certezas de sus paraderos. Chispazos de ubicación, apenas. En Chipre, de capataz. En medio oriente, expedicionario. En Alejandría, apenas se cuenta que lo vieron. En África, en Abisinia, tráfico de armas, de esclavos. Habitó el desierto posta. Viajó en camello posta. El nómada es, más que otra cosa, desértico. Rimbaud muere a los 37 años y 20 días. Llevaba cerca de 20 años sin escribir un verso. En los últimos tiempos, al hablar de su obra juvenil, solía decir: Eran enjuagaduras.       

2 / Juan Rulfo: escritor mexicano. Si el “Boom Latinoamericano” de los 60 fuese una foto, el saldría pequeñito, misterioso, a un costado. Sólo dos libros: un conjunto de cuentos, El llano en llamas, y una novela corta impecable, Pedro Páramo. Luego, el silencio. Surgen algunas dudas. ¿Cómo alguien sin demasiada instrucción, hijo de campesinos, escribió esas obras, sutiles y profundas? Lo de su parate posterior es muy sospechoso, dijeron algunos malpensados. Esas dudas, después de todo, son requetecontraparecidas a las que siempre les tuvo Europa a sus excolonias.  Lo único que espera la desconfianza es la subordinación. Algo así como la relación entre el Varón Frankenstein y su criatura; Gepeto y Pinocho; el rabino y el Golem. Lo que si consta, es ese silencio (ese páramo) que protagoniza su novela, y su obra. América, el continente descubierto (como quién destapa algo y encuentra un pozo; o peor, lo excava). El espacio de su retirada.

3 / Salinger: un profesor con llegada a los alumnos, en la época dorada de los campus norteamericanos. Editan su novela de culto a finales de los 50, El guardián en el centeno o El cazador oculto (depende la traducción que les haya tocado en suerte. Recomendamos la de Pedro B. Rey, El cazador…, en ed. Sudamericana, que mal no está). Qué  más, sí, su entrañable saga de los hermanitos Glass (Cristal, Vidrio), constituida por unas novelas cortas (o relatos largos). Levantad carpinteros la viga maestra es una buena puerta de ingreso al mundo de los hermanitos de vidrio. Y también hay un conjunto de cuentos, 9 cuentos para ser exactos. Pero el nombre de los hermanitos de su saga nos advierte algo. Nos dice sobre una fragilidad. Es ese vértigo del desierto, abalanzándose. Búsquedas en la poesía zen, en el Tao. Salinger tiene vocación de místico. ¿De escapista fuga mundis?, talvez. Se pierde, más que seguro que con una biblioteca haciéndole de camello para la travesía de la desaparición. Y no publica más. Nada. Se dice que sigue escribiendo, pero escondido, para no publicar. De todas maneras, de la vida pública, de publicar, se fue. Se va secreto. Se pierde en el vacío lleno, de a poco. Se pierde, tenue, tácitamente canchero...  



A todo esto, ¿y Bolaño?

 Ya llegamos. Paciencia, que como decía el joven pálido Kafka: “Todos los errores humanos son fruto de la impaciencia, cof, cof,  interrupción prematura de un proceso metódico”.

El escritor, el poeta (como para no cortar el enfoque), es el primer habitante de un desierto, que es su obra en formación, y su vacilación gigante, sus ganas de nada, sus, a veces, desesperadas ganas de asir la nada. También está su trascendencia en estado larval.  Abismo y creación. Adán de su hipotálamo. Robinson de la isla de su cráneo.

El reconocimiento a Roberto Bolaño, según algunos, le llegó tarde. Para ese entonces el escritor nacido en Chile en 1953 ya sabía que tenía los días contados. Había emigrado con su familia de niño a México. Había vuelto a Chile en el 73, a dedo, atravesando Latinoamérica, para participar del gobierno-aventura popular de Allende. Cayó preso al otro día del golpe. Y zafó porque dos de los milicos habían sido compañeros suyos en la primaria. Para ese entonces, el entonces del éxito tardío con el Premio Herralde por su novela Los detectives salvajes, en 1998, ese escritor ya estaba acostumbrado a vivir en su desierto. Una soledad de cactus de quien ya poco espera.

Ese vértigo de la nada, propio del oficio, al encontrarse, al chocarse con la cuenta regresiva de la enfermedad que se intuye, se sabe terminal, deviene desesperación. Exactamente: no-espera. En más de una ocasión Bolaño debe haber pensado en que moriría siendo el único habitante de su obra. Y es justo ahí donde encara el último tramo; el que lo convertirá en leyenda (etimológicamente: lo digno de ser leído, conocido)

Se dice que Bolaño a veces se hace el tonto, el simple. Que despista con su meta-literatura, a lo Borges, y su crudeza fractal y vagabunda, a lo poeta Beat. Finge que está hablando de cosas triviales, mundanas, de opacidades de la vida en la sociedad moderna; y de fondo, detrás, se estremecen los grandes temas, los desgarrados temas, históricos, antropológicos, filosóficos, poéticos. Se estremecen, decimos, porque Bolaño escribe con la desesperación. Pero, ojo: él no languidece, ni pega un salto kierkegardiano de fe a lo Steve Wonder. No se entrega al desierto a lo santo, es decir, él solo frente a Dios, en un face to face, sin mundo. Nones. Su desesperación lo crispa. Lo acerca al combate. Se mete en el Unimov (¿se escribirá así?, ese vehículo militar pesado con orugas) de la Literatura. Bolaño ya no está solo en esta: forma parte de La Literatura. Agarra al mundo y lo mete comprimido en su desierto. Lo mete por la fuerza.  Puja de quien, incluso, o sobretodo, desde su desesperación, tiene algo para decir. Aún, en plena época de multimedios mudos, tiene algo que decir; con el Apocalipsis puesto de poncho.

El mundo es un desierto lleno de inscripciones geológicas. Y Bolaños, el pensador tectónico como dice uno de sus poemas, está ahí, leyendo crudo. Y a medida que lee, sueña; sueña mítico, sueña profético.

Si nos fijamos, de lejos, Bolaño parece un peleador callejero que en el barrio, en los monoblocs de la literatura, se hace llamar DJ Borges.

Como Borges Jorge Luís, Bolaño (que era ultrafanático del cegatón escritor), ingresa desde su vida de lector en la máquina literaria; es decir, en ese conjunto (no tan grande, por cierto) de metáforas que serían la historia del mundo, y sus variaciones, (como escribe Jorge Luis en su ensayo La esfera de Pascal). Ahora, bien. Borges, digámoslo, es un tilingo bibliotecario con alma de compadrito. Y Bolaños es un Borges beatnik; con algo de surrealista periférico (no europeo). Pero, a diferencia de la distancia aristocrática con respecto al mundo de Borges, y, a diferencia de la distancia dionisiaca y/o zen con respecto al mundo de los beatniks, Bolaños, se encastra en el mundo. Defiende el lugar de lo que él (siguiendo a Lihn) llama el escritor civil. Es decir, no aspira a ser un periférico, sino que le interesan los asuntos de La Polis; se foguea en el Ágora. Se mete de lleno en los combates por la verdad (en ese sentido, es un moralista, a lo Voltaire, escritor citado más de una vez en la obra del chileno). Y tal vez vaya más allá: Bolaño es fiscal…Y hasta policía. Sí. Es decir, no teme ponerse en ese, actualmente, antipático lugar, y hablar desde ahí en serio. Baste como ejemplo fixionál su cuento El policía de las ratas (en su libro El gaucho insufrible); es el relato en primera persona del sobrino policía de Josefina la cantora, el entrañable personaje del cuento de Kafka, mientras investiga una serie de crímenes en la comunidad de las ratas. Y como ejemplo real, en una entrevista concedida a la revista Playboy , poco antes de su muerte:
Playboy: ¿Qué le hubiera gustado ser en lugar de escritor?
Bolaño: Me hubiera gustado ser detective de homicidios, mucho más que ser escritor. De eso estoy absolutamente seguro. Un tira de homicidios, alguien que puede volver solo, de noche, a la escena del crimen, y no asustarse de los fantasmas. Tal vez entonces sí que me hubiera vuelto loco, pero eso, siendo policía, se soluciona con un tiro en la boca.  

Las mejores obras de Bolaño tratan de escritores, de lectores y de lecturas. Y a la vez, son obras profundamente vitalistas. Bastante vitalistas como para ser, sólo, obras de literato.

Los protagonistas de Los detectives salvajes son los poetas realvisceralistas Arturo Belano y Ulises Lima, nombres ficcionales detrás de los cuales se esconden las identidades de Roberto Bolaño y de su amigo y compañero mexicano de correrías poético-marginalotas, Mario Santiago, con quien en los años 70, en el DF, comandaron el movimiento Infrarrealista, con el que planeaban “volarle la tapa de los sesos a la cultura oficial”, junto a otras amenazas (por ejemplo, y era joda, claro: la de secuestrar a Octavio Paz: por aquellos años, poeta máximo del parnaso mexicano). Estos dos poetas, los de la novela, uno con el nombre del viajero: Ulises, el otro con el nombre del rey-caballero: Arturo, persiguen los rastros de una poeta mexicana de vanguardia de los años 20 llamada Cesárea Tinajero, de la que sólo han escuchado hablar. Esa mezcla de búsqueda, escape y persecución los impulsará a recorrer el mundo. Te la deja picando: Tinajero: Latina: América La Tinaja: nacida por cesárea. Algo así.  Literatura y exilio, para Bolaño, son caras de la misma moneda.

En su novelón póstumo, 2666, vuelven a aparecer los perseguidores de un autor misterioso en constante fuga, los lectores de un escritor en constante truco de aparición y desaparición. En esta ocasión, son cuatro críticos literarios (el francés Pelletier, el español Espinoza, el italiano Morini y la inglesa Norton) quienes van tras las huellas de Beno von Archimboldi, el enigmático escritor alemán cuya fama está en aumento en el mundo de las letras, a quien nadie conoce en persona. Terminarán su búsqueda en el desierto de Sonora (límite de USA con México), en la ciudad de Santa Teresa (máscara de Ciudad de Juárez), sin éxito, ya que Archimboldi no dará ni rastros. O lo peor, sólo dará eso: unos cuantos rastros a modo de jeroglíficos. En ese momento, el novelón (de 1119 páginas), no hace más que comenzar. La ciudad de Santa Teresa viene siendo escenario de una larga serie de crímenes con un grado de atrocidad extremo: mujeres, en su mayoría jóvenes. Torturadas, mutiladas y violadas; antes y después de muertas. Estos crímenes están en el centro del misterio del mundo, dirá uno de los personajes. (Este importante elemento de la novela está sacado de datos periodístico-policiales reales: durante la década del 90, en Ciudad de Juárez, comenzaron los crímenes sistemáticos de mujeres, crímenes en su mayoría sin resolver hasta el día de hoy; aunque buena cantidad de las sospechas terminaron cayendo sobre los carteles de droga que ganaban en esos años cada vez más y más poder en la región, de la mano del poder político.)Todos los protagonistas de las cinco partes del libro (partes pensadas como posibles novelas separadas por Bolaño) confluyen en esa ciudad enclavada en el desierto mexicano. Si bien la novela está repleta de personajes y de sus vidas, se recortan nítidos ciertos personajes centrales: los críticos, ya referidos, en viaje detectivesco de Europa a América; Amalfitano, un profesor de filosofía chileno, que termina viviendo en Santa Teresa solo con su hija española adolescente, mientras intenta no volverse loco; Fate, un periodista afroamericano que va hasta Santa Teresa a cubrir una pelea de box para un periódico de la comunidad negra; unos cuantos policías y otros cuantos narcos vinculados al poder de la ciudad; y el mismo Archimboldi, el misterioso escritor alemán, apropósito del cual, en la última parte de la novela, se recorre buena parte de la historia europea del siglo XX. Y claro, el desierto también es un protagonista en este novelón. El desierto de Sonora (lugar en el que, además, termina Los detectives salvajes) es el hueco que succiona al mundo, el desagüe entrópico, la boca negra de un Apocalipsis con fecha posible: 2666.

Como escribió el escritor argentino Gonzalo Garcés: si Macondo (la ciudad imaginaria de las ficciones de García Márquez) es para algunos algo así como el mito de origen de América Latina, la Santa Teresa de Bolaño, es el mito del final. Pero éstas son sólo aproximaciones. La densidad de la prosa de Bolaño (y a esto íbamos con todo este rollo del desierto en nuestro texto), pone en ese mambo con la aparición y la desaparición, con lo habitado y lo no habitado, en ese lugar desértico, poético, al mundo entero conocido. A las culturas (que necesariamente están escritas). La literatura, en su obra, es la vida misma con el vértigo de desierto encima.

En otra de sus novelas, Amuleto, de 1999, leemos una aproximación a la fecha (a ese año) del titulo de su novelón final. Es la protagonista de ésta novela, Auxilio Lacouture, una poeta uruguaya, quien cuenta cómo siguió una noche a Arturo Belano y a Ernesto San Epifanio en su caminata rumbo a la colonia Guerrero, en ciudad de México, adonde los dos poetas se dirigen en busca del llamado Rey de los Putos:
            Y los seguí: los vi caminar a paso ligero por Bucareli hasta Reforma y luego los vi cruzar Reforma sin esperar la luz verde, ambos con el pelo largo y arremolinado porque a esa hora por Reforma corre el viento nocturno que le sobra a la noche, la avenida Reforma se transforma en un tubo transparente, en un pulmón cuneiforme por donde pasan las exhalaciones imaginarias de la ciudad, y luego empezamos a caminar por la avenida Guerrero, (…)la Guerrero, a esa hora, se parece sobre todas las cosa a un cementerio, pero no a un cementerio de 1974, ni a un cementerio de 1968, ni a un cementerio de 1975, sino a un cementerio de 2666, un cementerio olvidado debajo de un párpado muerto o nonato, las acuosidades desapasionadas de un ojo que por querer olvidar algo ha terminado por olvidarlo todo.                

¿Quién fue, es, y será Roberto Bolaño? ¿Un escritor latinoamericano más? ¿Uno de esos compadritos caballerosos a los que les cantó Borges en su poesía, reencarnado en un chileno trotamundos fanático de Jim Morrison y con vocación de detective? ¿Un típico caso del morto qui parla -hit de ventas, Lázaro (re)animado con los hilos del Mercado?

Esto recién comienza. Por ahora, hay que leer. Hay tiempo hasta el 2666.

                                                          Desierto de Rosario, diciembre, 2008.

sábado, 21 de enero de 2012

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                                  que en paz descanses Megaupload; tus amigos te recordaremos.

martes, 17 de enero de 2012

Fragmento de GOEBBELS BLUES (nouvelle)



Durante nuestra primera cena con Anri y Megumi (un ramen con naruto), en compañía de Inu Zambrano, el gato gris de esta última, charlamos sobre lo extravagante del famoso escritor Yukio Mishima; su hiperactividad (quizás la anécdota ejemplar de este aspecto sea la que lo describe organizando tres eventos, en un edificio, a la vez,: abajo, una entrevista para promocionar un libro; en uno de los pisos intermedios, la puesta de una de sus obras teatrales; y en la azotea del edificio, una parada militar con su pequeño ejercito (incluyan por favor, cuando lo imaginen al eufórico Mishima subiendo y bajando, los respectivos cambios de atuendo); su obsesión en los últimos años con la belleza grecorromana del cuerpo masculino, convirtiéndose finalmente él mismo en físico-culturista (durante muchos años, la entrada físico culturista del diccionario japonés estuvo acompañada por una foto de Yukio Mishima); su gusto por la literatura francesa, en particular por Flaubert y Sade; su versión fotográfica del San Sebastián de Guido Reni, interpretada por él mismo (su obsesión con el sobaco izquierdo del mártir, que tiene clavada una de las tres flechas); su exposición frente a cientos de militantes radicales de izquierda en la universidad; su ejercito personal (la Sociedad del Escudo), sí, el primer, el único escritor con una tropa propia; ¡cuantos quisieran! (bueno, D’annunzio tuvo una ciudad-estado; está Julio Cesar; Trotsky mismo, fue general y escribía bien; Sarmiento fue presidente de todos los argentinos; Vargas Llosa quiso serlo de los todos los peruanos pero no pudo; da igual, esas son otras historias, o no); su espectacular seppuku (suicidio ritual japonés por desentrañamiento), planeado hasta en los más mínimos detalles, al menos diez años antes de que finalmente sucediera. También hablamos de bananas. De Melt Banana, la banda de noise, y de Banana Yoshimoto y de los libros suyos que conocíamos (yo sólo conocía uno), y de su padre, Takáki, el filosofo y poeta, héroe del 68 japonés, y de su hermana, Haruno Yoico, la mangaka preferida de Anri. ¿Por qué se había puesto Banana de nombre artístico? Porque le gustaba la flor del banano, por eso; así son los japoneses. A propósito del personaje de su novela La última amante de Hashiko, hablamos de su homónimo, Hashiko el perro, el perrito fiel como le decían en Japón, el que había esperado a su amo en la estación de trenes de Shibuya durante nueve años, sin saber que este, un profesor de agronomía llamado Hidesaburo Ueno, ya había muerto de un derrame cerebral mientras daba clases; en la estación, justo en el lugar en donde él se ponía a esperar a su amo, sin saber que nunca regresaría, le levantaron un monumento a Hashiko; todos los 8 de marzo se lo conmemora. Las dos chicas opinaron que la película japonesa de los 80 basada en la historia de Hashiko era mejor que la reciente con el actor budista Richard Gere. Yo les conté que en la ciudad de la que venía, Rosario, en Argentina, en el Cementerio de La Piedad, un collie esperaba a su amo desde el día de su entierro, en 1995. Y más tarde comentamos la frase con la que Oé termina su primera y brutal novela Arrancad la semilla, fusilad a los niños, que los tres habíamos leído. La frase dice así: Me levanté, con los dientes apretados, y eché a correr entre las hierbas y bajo los árboles hacia el interior cada vez más oscuro y tenebroso del bosque… Final de la novela. Con bruxismo y puntos suspensivos. Durante el postre seguimos con el tema de los libros que recordábamos terminados en puntos suspensivos (como el de Oé). Fumamos una pipa y yo entoné el cantito eh oé salchichas con puré: ¡eh! / eh oé salchichas con puré: ¡eh!; y me reí solo. Expliqué lo del Oé escritor y el oé de las salchichas con el puré; pero fue peor. En mi pésimo inglés, creo, habían comenzado a detectar proposiciones surgidas de la mente de un maniático sexual. Les explique, simplemente, que era una canción de niños. Y por el tema de los niños (también tratado en esa novela y en otras de Oé) llegamos al mundo de los idols japoneses. 

        

sábado, 14 de enero de 2012

LITERATURA, CARIES


1 / Sala de espera

Hace unos meses se pudieron ver por un canal de cable (creo que por Encuentro) unas entrevistas a varios escritores famosos, o muy famosos; a verdaderos dinosaurios de la vieja escuela. Unas charlas en blanco y negro con los clásicos modernos, en las que se podía apreciar al objeto-persona en uso de todas sus facultades públicas. Además del contenido hablado y expresado en gestos por los escritores, en estas apariciones televisivas, una cosa llamó poderosamente mi atención: muchos de ellos (sin ir más lejos, dos referentes como son Julio Cortazar y Jean Paul Sartre) tenían la boca hecha un desastre: los dientes manchados y cariados, cuando no ausentes.

Y al ver esas dentaduras estragadas en la tele, me acordé de un par de escritores, actualmente en servicios, a los que vi en persona. De cerca y sonriendo: Cesar Aira y Federico Jeanmaire. Los dos con el mismo problema de Sartre, de Cortazar y de tantos otros. Una dentadura hecha bolsa, por la literatura.

¿Desidia higiénico dentaria por parte de los escritores? También podría ser que como todas las profesiones, la de escritor, trajera aparejada una que otra deformación patológica. Como los dedos del pianista, que se van haciendo artrósicos; como el labio del trompetista, que se va hinchando; como los deformes y cayados pies de las bailarinas; como los pulmones del minero, que se van convirtiendo con la piedrilla. Así, los dientes de los escritores se van amarilleando, cariando y cayendo. Y su espalda cría joroba, el cuello se les hunde en el pecho. Los famosos gajes del oficio, la famosa deformación profesional.

¿Será el trabajar con las palabras el que hace que los dientes, ahí tan cerca, en el filo de la boca, sintiéndolas pasar constantemente, sucumban a su acides, a su veneno?

Para el escritor francés Georges Perec, la letra hablada y la escrita no estaban tan distanciadas como uno se podría imaginar. Algo importante se mantiene. Y quizá sea eso, lo que se mantiene como emisión, el elemento corrosivo que posee el lenguaje, lo que tanto carea a los pobres dientes.

Perec, como muchos, se comía los libros. Y batalló con las caries como pudo. 

La literatura, como todo oficio sacrificado y peligroso, le cobra tarde o temprano al cuerpo la suma de sus pequeños, ínfimos, excesos. Caries, joroba... alcoholismo. Por supuesto, también están los problemas de la visión. No tenerla: quedarse ciego como Borges y Joyce. No controlarla: ver visiones como San Juan, Ezra Pound y Phillip K. Dick. Pero los dientes son un talón de Aquiles del literato. A menos que sea como dice Epicuro en sus Máximas capitales: “Las enfermedades muy prolongadas ofrecen en la carne aún más placer que dolor”. 

Podría ser. Qué masoca. Si lo pensamos unos segundos más, este lugar de patología placentera parece estar ocupado, en el campo literario, por La Locura; no por los desastres dentarios.

Pero cuidado: que los locos y la caída de los dientes son parte de un mismo kit, forman parte de un mismo conjunto.

En la institución psiquiátrica, languidecerá el trabado por la lengua. Con flores negras de maldad (porque sépanlo: las personas que sufren son malas: no pueden, ni quieren, ser buenas) cada tanto brotándole en el trato con los enfermeros y con las pocas visitas. Perderá una a una, o de dos en dos, todas las piezas, y las encías peladas serán la prueba de su derrota en la lucha por la supervivencia. Por eso, inversamente, la gigantesca sonrisa publicitaria, histérica, es la muestra de la voracidad de los tiempos: Predadores y perdedores.

En Doctor Pasavento(2005), una novela del escritor español Enrique Vila-Matas que trata sobre un escritor intentando desaparecer, alguien dice que en el mundo actual, en los albores del milenio, el lugar del poeta, es el loquero.

Comprobamos. Ahí está Artaud desdentado, hablando la lengua de las cañerías corporales, todavía enchastradas con la borra del peyote. Y ese centro corporal es lo que ulcera la boca. Las palabras vienen ahora del estómago, no más del cerebro. La bilis quema las encías y pudre los dientes.

Y Nietzsche como una cabra, hinchado y desdentado, inmóvil, en casa de su madre. Puteando a Sócrates y a Jesucristo en el interior del bunker quemado de su cabeza. Podemos ponerle uno de esos globos de pensamiento que aparecen en los comics, y dentro, escribir el anti-poema de Nicanor Parra, quien también bastantes problemas con su dentadura ha tenido, y que dice así: “Supongamos que es un hombre perfecto/ supongamos que fue crucificado/ supongamos incluso que se levantó de la tumba/ -todo eso me tiene sin cuidado-/ lo que yo desearía aclarar/ es el enigma del cepillo de dientes/ hay que hacerlo aparecer como sea”. Meses atrás de está decimonónica escena de historieta, una de las últimas voluntades del Federico Nietzsche, efectuada, fue intentar morder a un caballo, en el cuello, en la vía pública. La voluntad de morder.

Un capítulo de Lógica del sentido, libro del filósofo francés Gilles Deleuze, en el que se habla de Scott Fitzgerald, de su grieta (El Crack-up), en donde se habla de su Gran cañón y del alcoholismo y del fracaso, del esmalte de la superficie y de qué pasa cuando este se agrieta, se rompe y se profundiza un cráter, ese capítulo decíamos, se llama Porcelana y Volcán.¡En clara alusión a las caries en las muelas, a la mala dentadura, bucal y espiritual! Otra novela que se menciona en ese capítulo es Bajo el volcán, de Malcom Lowry, y otra imagen, la del título, que remite a una muela con un volcán de infección y dolor. En una página de esa novela, blanca como diente de leche, Lowry escribe: “Ivonne ardía en deseos de curar la roca desgarrada”. ¡Esa tal Ivonne seguro que es dentista! En el mismo capítulo se menciona la erosión del pensamiento declarada por Artaud; las caries en el alma del actor francés. Y en el final, un plano corto a Burroughs y su búsqueda de la gran Salud. Y luego, la enigmática frase de cierre de Gilles (que no era ninguna multiplicidad de giles): “Ametrallamiento de la superficie para trasmutar el apuñalamiento de los cuerpos, oh psicodelia”. Y más. La frase con la que se inicia esta vigesimosegunda serie (los capítulos del libro de Deleuze son series de paradojas), es de Fitzgerald, y puede describir a la perfección lo que pasó en la boca de Cesar Aira, más no en sus novelitas: “Evidentemente, toda vida es un proceso de demolición.”

Lo que en los Cantos de Maldoror (esa caja negra del vuelo y del estrellamiento de un yoruga, de un yo-oruga, conocido como el Conde de Lautréamont) se dice de los dientes y de la locura, mejor leerlo en persona. Para muestra de por dónde hace salir a sus cantos el conde, nacido como Isidore Duchase, vamos con esto: “¿A dónde ha ido  este primer canto de Maldoror desde el momento en que su boca, llena de hojas de belladona, lo dejó escapar…?” ¡Ojo!: esa lectura trae caries físicas y mentales.

Pacto de amor, la película que filmo Cronemberg sobre el tema del doble, lo tiene a Jeremy Irons haciendo de dos gemelos dentistas muuuy limados. Una recomendable enfermedad placentera, epicúrea. Se cura con reposo.
 
Son numerosísimos los ejemplos de este cruce desfavorable para la dentición que se pueden encontrar en las páginas y en las biografías de los escritores. Por ejemplo: la dentadura postiza más cara de la literatura de estos tiempos, y la más comentada en las revistas del gremio, es la de Martín Amis, el escritor ingles, niño terrible, pornógrafo y políticamente incorrecto, cuna de oro literaria (es el hijo del escritor  de la corona Kingsley Amis). Después de implantarse la nueva dentadura, se ve que el británico se sintió más cánido que nunca, porque a su nueva novela le puso Perro callejero. Espuma rábica champañoza y ladrido pornográfico, desde la porcelana millonaria.

Sí, me pregunté en su momento lo mismo que seguramente se preguntarán ustedes: ¿Por qué tanto mambo con el asunto de los dientes?



2 / Tratamiento de conducto

Se extirpa la raíz (por succión), y el hueco que queda, es rellenado con un material artificial, un cemento. Luego se pondrán fundas que tapen, renovando la imagen del ex-diente, renovando la sonrisa tan necesaria, el simpático escudo. El tratamiento de conducto es, en literatura, todo un tratamiento de conducta. La trilogía de Henry Miller, sin ir más lejos, llamada La Crucifixión Rosa (Sexus, Plexus y Nexus)es un tratamiento de conducto, igualito al que acabamos de describir. Por si quedaran dudas, si buscan mill en un diccionario de inglés, dirá algo así como: molino, fábrica, taller, moler, triturar, aserrar. Cualquiera que haya atravesado por la experiencia de un tratamiento de conducto sentirá la conexión de estos sonidos, el sentido albergado en estas palabras. El escritor norteamericano que emigró a París para escribir el último libro y vivir la vida del pigmeo, ya estaba listo, con reforzada dentadura de lobo, para devorar páginas y escribir sus Trópicos.   

Después están los dientes con conducto, que tanto le han reportado a la historia de la literatura: hablamos, claro, aunque mejor no tan claro, de los colmillos del vampiro. Los dientes con conductos de sangre. La extraña conducta. Por los conductos de la historia, esta topera, por el hormiguero que se presume dios, algo avanza, se escande al vacío, vino o veneno. Vino es veneno. Y los dientes, cariados, intentando hacer segmentos. Segmentarizar, segmentalizar. Poe mordió a Baudelaire. Baudelaire mordió a Verlain y a Rimbaud, que también se mordieron entre ellos, y mordieron a Mallarmé, que debe haber mordido a un inmigrante de la Europa del este, a un Dada. Alfred Jarry se mordió a sí mismo; aunque se dice que los mordió telepáticamente a Artaud y a Jean Cocteau. Etcétera. El resto es pandemia.    



3 / Extracciones


De Lo cristalino, relato de Fowill (2008).  Situación dentaria social. Un pintor reflexiona, con la gelidés canchera típica de Fowill, sobre la cubierta de un barco frente a los glaciares de la patagonia, después de ver a unos turistas-ancianos norteamericanos sonreírse los unos a los otros:

“Entonces descubrió los dientes: los jóvenes tenían dentaduras normales y relativamente bien cuidadas, en cambio los viejos mostraban bocas de una exagerada perfección, efectos de las prótesis y las coronas de porcelana que recubrían sus dientes opacados por el tiempo. Era algo natural: a la edad en que la propia dentadura decae, decaen también los desafíos de la vida y las posibilidades de seguir ascendiendo socialmente y de competir en el mercado de  los valores convencionales. Entonces las mascaras dentarias, la cirugía y las prótesis bucales serian el medio más eficaz para producir algún cambio en los efectos que uno produce sobre los otros: vos sonreís y el otro te sonríe y su respuesta estimula más ganas de sonreír a la edad en que los ahorros y la nueva dentadura son los últimos motivos de satisfacción que te quedan.”


Del libro de Daniel Durand Ruta de la inversión (2007), el poema Miro la luna mientras se me caen los dientes. Situación dentaria individual. En este breve poema, el escritor de Concordia, Entre ríos, traductor de Tu Fu, ubica en la estantería del deterioro al    ancho tomo del tiempo. Al paso de ese río, que se lleva sus piezas dentarias, lo saluda como un buen poeta chino, mirando la pálida esfera nocturna. Y de paso cañazo, como plus, la experiencia física, sensible, de desdentarse, refiere a cierto quehacer poemático:
                
                 “ Es jueves mañana tendré 43 años,
                    arriba me quedan sólo cinco dientes
                    que se mueven, todo el tiempo los aflojo…
                    muevo y remuevo con la lengua, a eso me dedico…
                    muevo el diente flojo, lo aflojo
                    hasta que de tanto movimiento
                    los lazos se van cortando, los nervios se van muriendo…
                    la muela al fin cede a la presión de la ansiedad
                    y sale, es arrancada, finalmente…
                    miniaturas del alma,
                    muelas que van cayendo
                    de mi boca…  
                    Por estos días remuevo
                    El colmillo derecho que todavía tengo…
                    La luna llena de hoy atraviesa la noche,
                    Mañana ocurrirá el mismo espectáculo
                    cuarenta y cinco minutos más tarde
                    con mucho menos fulgor…”


De A propósito de dientes, relato del libro Corazón doble de Marcel Schwob. Un tipo que acaba de fumarse un puro es abordado en la calle por un desconocido que lo advierte del peligro de que una gingivitis alveolar infecciosa ataque sus dos incisivos que ya están cariados. El tipo abordado le responde con la historia de un pariente suyo que en una batalla frenó una bala que iba directo al cerebro con los dientes, mordiéndola. Así y todo, termina aceptando temeroso la invitación que el desconocido le hace para su consulta: se trata, luego nos enteraremos, del Dr Esteban Winnicox, cirujano dentista. Apenas transpuesta la puerta del consultorio, se sucede una grotesca intervención con la mediación de los últimos avances en el tratamiento de las caries (estamos a finales del siglo XIX). Agujeros con tornos a vapor, soldadura y laminado de oro, y hasta un martillo neumático, son de la partida. Todo para que, luego de romperle y vaciarle los dos incisivos al tipo del puro, el Dr Winnicox se de cuenta de que, lo que el había visto en la calle como caries, eran pequeños trozos de hoja de tabaco. Así y todo, le comunica a su paciente que va a cobrarle por las cuatro horas que han pasado, 200 francos. Cuando el (cada vez menos) paciente se abalanza sobre el doc, con el martillo neumático en las manos, dispuesto a vengarse, se da cuenta de que el Dr Winnicox… no tiene dentadura. El cuento termina con unas reflexiones de Schwob sobre la verdadera naturaleza de las ocupaciones: “Ahora me doy cuenta de por qué los fabricantes de pelucas son calvos, por qué los barberos son lampiños y por qué los músicos que inflingen a nuestros oídos las más refinadas torturas,  gozan de una precoz sordera. (…) Son así para que los clientes no puedan vengarse”. En el último párrafo, el protagonista decide irse a vivir a América con los indios Siux, prometiendo volver con su tomahawk (hacha de piedra) para arrancarle el cuero cabelludo a Esteban Winnicox. Eso sí, teme de que este se haga peluquero.


De Amuleto (1999), novela de Roberto Bolaño. En esta novela corta del chileno, como diría William Shakespeare, el tiempo se ha salido de sus goznes. Auxilio Lacouture, una poeta uruguaya residente en México, que se presenta como la madre de todos los poetas mexicanos, pasea por el tiempo, en ambos sentidos, en amplios sentidos, hacia su pasado y hacia su futuro, “como si hubiera muerto y contemplara los años desde una perspectiva inédita”, desde un presente en los baños de la UNAM (Universidad Nacional de México) durante los trágicos incidentes de septiembre del 68, mientras los granaderos (la cana) entran y reprimen, más a siniestra que a diestra, en toda la universidad. Muertos por el ejército: unos pocos en las facultades, muchos en la plaza de Tlatelolco. Auxilio está escondida en el wc, sentada en el inodoro, y se hace a la idea de que va a tener que pasar un buen rato ahí. Su primer pensamiento para ganar tranquilidad es para sus dientes perdidos, temática que refleja al propio autor de Amuleto y su mala relación con las teclas de la boca:
           
“Me puse a pensar, por ejemplo, en los dientes que perdí, aunque en ese momento, en septiembre de 1968, yo aún tenía todos mis dientes, lo que bien mirado no deja de resultar raro. Pero lo cierto es que pensé en mis dientes, mis cuatro dientes delanteros que fui perdiendo en años sucesivos porque no tenía dinero para ir al dentista, ni ganas de ir al dentista, ni tiempo. Y resultó curioso pensar en mis dientes por que por una parte a mí me traía sin cuidado carecer de los cuatro dientes más importantes en la dentadura de una mujer, y por otra parte el perderlos me hirió en lo más profundo de mí ser y esa herida ardía y era necesaria e innecesaria, era absurda. Todavía hoy, cuando lo pienso, no lo comprendo. En fin: perdí mis dientes en México, como había perdido tantas otras cosas en México (…)
 Y la perdida trajo consigo una nueva costumbre. A partir de entonces, cuando hablaba o me reía, cubría con la palma de la mano mi boca desdentada, gesto que según supe no tardó en hacerse popular en algunos ambientes. Yo perdí mis dientes pero no perdí la  discreción, la reserva, un cierto sentido de la elegancia .La emperatriz Josefina, es sabido, tenía enormes caries negras en la parte posterior de su dentadura y eso no le restaba un ápice a su encanto. Ella se cubría con un pañuelo o un abanico; yo, más terrena, habitante del DF  alado y del DF subterráneo, me ponía la palma de las manos sobre los labios (…)
Podían decir (y reírse al decirlo): ¿cómo consigue, Auxilio, aunque tenga las manos ocupadas con libros y con vasos de tequila, llevarse siempre una mano a la boca de manera por demás espontánea y natural?, ¿en dónde reside el secreto de ese su juego de manos prodigioso? El secreto, amigos míos, no pienso llevármelo a la tumba (a la tumba no hay que llevarse nada). El secreto reside en los nervios. En los nervios que se tensan y se alargan para alcanzar los bordes de la sociabilidad y el amor. Los bordes espantosamente afilados de la sociabilidad y el amor.
Yo perdí mis dientes en el altar de los sacrificios humanos.”          

En una de las últimas conferencias que dio Roberto Bolaño, titulada Literatura + Enfermedad = Enfermedad, recogida en el tomo El gaucho insufrible, y a propósito del disparador  enfermedad y viajes, el escritor hace balance del desgaste de su salud acarreado por una vida de intemperie y nomadismo (vida que volvería a repetir, según escribe, páginas más adelante, alrededor de un poema de Mallarmé):

“Resultado: De niño, grandes dolores de cabeza que hacían que mis padres se preguntaran si no tendría una enfermedad nerviosa (…) De adolescente, insomnio y problemas de índole sexual. De joven, pérdida de dientes que fui dejando, como miguitas de pan de Hansel y Gretel, en diferentes países (…)

Y más adelante, como para que no parezca sólo la triste historia de alguien enfermizo:

“Incluso la perdida de dientes para mí era una especie de homenaje a Gary Snyder, cuya vida de vagabundo zen lo había hecho descuidar su dentadura (...)”



4 / En torno

- El cantante de la banda Gorillaz es un desdentado cool.
- En los 3 chiflados siempre hay escenas de dentista.
- Wittgenstein, en alguno de sus textos, da el ejemplo del dolor de muelas intransferible; doloroso solipsismo lógico.
- Jack London se arrancó algunas piezas solo, durmiéndose la boca con nieve de Alaska.
- “Lo Irreparable roe con sus dientes malditos/ nuestra alma, triste monumento, / y a menudo ataca igual que la termita, /al edificio por los cimientos. / ¡Lo Irreparable roe con sus dientes malditos!”: Charles Baudelaire, Lo Irreparable, Las Flores del Mal.
- Los dientes, su fácil degradación, son un punto flaquísimo en el diseño divino.
- Montaigne, en lo alto de la torre anexa a su castillo cercano a Burdeos, en la que inventó el género ensayístico, lidió con un persistente dolor de muelas.



Que pase el que sigue…

martes, 10 de enero de 2012

BARDEO Y RELANZAMIENTO DE ALEJANDRA PIZARNIK (2 APROXIMACIONES)



1 / Los escucha buscar a las afueras de un bosque

Primero una fábula supuesta: supongamos una pequeña casa hecha de silencio y páginas de silencio, en las lindes de un frondoso bosque. Hay un jardín en la entrada de la casa: son lilas. Rodeando el terreno, colgadas de los árboles, medio enterradas, tiradas por el suelo, paradas en suspenso, vemos incontables muñecas, en distintos grados de des-composición: mutiladas, partidas, quemadas, ahuecadas (muñecas vaciadas como si les hubiesen chupado el caracú), torcidas, entorpecidas, manchadas, rellenadas (insufladas: entre otros materiales, látex negro), diluidas, destruidas. Ella, la que construyó la casa de silencio, utiliza métodos-muñeca para sus desplazamientos de subjetividad. Por ejemplo el de las mamushkas, esas muñequitas rusas que están contenidas una dentro de la otra, y esta de otra, y esta de otra... (Ella también es hija de inmigrantes rusos). Ella es un yo buscado y fugado. Nunca en casa, siempre hacia el bosque. Un yo hecho perdigones imantados por los árboles y el vacío.

Una muñeca de esas que hablan con un disquito en la espalda, podría titular al paraje como El árbol de Diana; y luego podría intentar con El infierno musical. Son bellos nombres después de todo.

Adentro, la casita tiene espejos. No, mejor dicho, le gustan los espejos pero no puede tenerlos ahí porque los rompe. Ella, la habitante ausente de la casa, la que supo tener amor por los espejos, ahora sólo se multiplica en sombras. Sombras moran diseminadas por el bosque, esperando en su reverso.     

¿Cómo arribó la pequeña viajera a este lugar, a este bosque vaciado en la disonancia? Supongámoslo. Suponemos que llegó siguiendo una música, en un auto-stop surreal, persiguiendo una búsqueda que era música, hecha por un puñado de poetas, de camioneros malditos: sus bocinas, sus sirenas, sus cláxones (Lautreamont, Rimbaud, Verlaine, Valery, Jarry, Freud, Breton, Artaud, sólo por nombrar los acoplados más significativos en esta fábula de la viajada por la carretera perdida de la poesía). El tránsito de la bruma, la persecución de la persecución, de un día para el otro, eran El Plan.

¿Y qué buscaban los poéticos transportistas?: una mujer; una oscuridad transfigurada, una epifanía negra. Unas veces: desnuda aparecida en el bosque (Breton), otras: estatua onírica y de piedra (Baudelaire). También un instrumento superior de visión, o un autómata que se caza y cruza. Algunas veces a la mismísima Muerte. La tierra-muerte, la madre-muerte, la muerte-muerte, con sus manos frías en un cuerpo caliente.

Así llegó al lugar para huirse. Este bosque. Se internó entre los árboles, que bien podrían se (r) cadáveres (sola, ya que los poetas se quedaron girando incesantemente en torno del bosque, como fantasmas, sin conseguir introducirse), se fundió, o se confundió con el afuera, con su ausencia la casa. Quiso ponerse en el lugar de la desnuda, en el de la estatua onírica, en el de instrumento de visión, pero sólo se multiplicó fuera de sí, plaga de sí, hiperextranjera, muda, y aún muda, cantó: Maniquí desnudo entre escombros. Incendiaron la vidriera, te abandonaron en posición de ángel petrificado. No invento: esto que digo es una imitación de la naturaleza, una naturaleza muerta. Hablo de mí, naturalmente.

El encuentro no se concretó. Una triste imposibilidad se impuso a las ganas de la persecución, a las ganas de seguir con el viaje. No habrá reunión. Los poetas quedan estrujando vísceras invisibles delante de sus propios ojos, rodeando el bosque, sin entrar nunca, en un panicódromo, tomados por la locura, empotrados en la fiebre y en el delirio que esta conlleva. Mientras Ella se aleja, de la manera más rotunda: convirtiéndose en lejanía. Se borra, desaparece en los límites del bosque: La canción desesperada no puede decirse. La materia verbal errante no cesa de emanar del centro que no es centro, del mareo de las flores auríferas imbuidas del oro de los buscadores de oro.

Hay voces de otros desperdigadas en las copas de los árboles: su Palais du Vocabulaire. Y la casa, con su ausencia sentada en una silla, con puertas de sed, con un jardín de lilas. Y el bosque, lugar que habitará en forma de múltiples muñecas, en forma de vacío lleno de máscaras, y en forma de noche. Talvez, más que nada, de noche. Toda la noche escribo para buscar a quien me busca. Los escucha buscar a las afueras de un bosque: son los poetas/camión con acoplado que siguió. Parecen roedores con escafandras de palabras (en algunos casos directamente de gruñidos); buscan cerca de la ruta, sin conseguir entrar al bosque. Y en las lindes: Ella, sonámbula, recuerda que sigue ahí, entre la floresta. Hablo como en mí se habla. No mi voz obstinada en parecer una voz humana sino la otra que atestigua que no he cesado de morar en el bosque. Esa búsqueda es música.  Palabra por palabra yo escribo la noche...Un viento demente me desmiente. Me confino...no sé otra cosa que la noche oscura... en la noche del corazón / en el centro de la idea negra... Ella, será una bella durmiente trazando los mapas de una pesadilla. Será una caperusita roja, con colmillos de lobo en las manos en lugar de uñas, para arañar mejor el blanco de la página, en el centro de la pulpa, con esos pequeños poemas. Poemas negros arañados en el centro pálido de una página. Un cine invertido: si el cine convencional es luz proyectada sobre sombra, el de sus poemas es un cine de sombra proyectada sobre luz.

Luego, las partículas de luz negra fecundan el bosque, ahora desaparecido (porque ya no hay lugares a donde ir, porque ya no hay quien valla), poblándolo de sombras tan densas como una presencia, con órdenes expresas de permanecer ocultas. Ella está por todos lados y no está en ninguno. No hay plan. Ya no. Y las ramas dicen, en el eco de la chica perdida más ubicada: Grietas en los muros / negros sortilegios / frases desolladas / poemas aciagos. Y también dicen: hablará por espejos / hablará por oscuridad / por sombras / por nadie. Alejandra será unos Hansel y Gretel con diabetes.
        

2 / Una patotera con miedo

La actitud es de enfrentamiento, es en contra. A medida que Alejandra Pizarnik va publicando su obra, se suceden las máscaras, que a veces llegan al grado de escudos de choque. Primero es una muda que dice su imposibilidad de decir, una especie de prima o sobrina de Artaud (del Artaud de los tres primeros libros al menos, antes de que Antonin comenzara a hablar directamente con el cuerpo, en gruñidos y onomatopeyas). Después, Ella es el silencio, es decir, se auto-produce como silencio, las suyas son palabras desde el silencio, que la hacen hablar para callar; tal la fonotopía. Y siempre ahí esa tristeza, como emisión de fondo. Siempre es de noche en el poema, y el poema es la cápsula (por lo general pequeña, pulida al frío, con herramientas de cristal, o de hielo) en la que refugiarse del día; un ataúd para la luz. Y esa noche es inmensa al tacto, tiene algo así como una sed de morada, de refugio. La noche se le cierra como agua sobre una piedra / como aire sobre un pájaro. Mientras tanto, ella se ubica en la distancia que hay de la mano al vaso, y espera. Los trabajos y las noches, la tienen como vampira de sí, romántica y saturnina. Más adelante, intentos de extraer La piedra de la locura. Invocaciones (sentidas como vagas e inútiles en el mismo instante de su formulación). Desplazamientos de la subjetividad: "yo" se cae, yo se aleja, yo rebota, es comido y bebido y perdido, gastado y rechazado, se muere, desaparece cubierto por una maleza que crece, es tapado por una música que se va poniendo estridente, disonante. Es acá en donde comienza otra fase. Ella y su obra. El infierno musical.

Es una diferencia de velocidad lo que la ha extirpado de la música, dice, lo que la arroja en la disonancia: se multiplica en estruendos y sombras, con la arritmia del desasosiego. Sus herramientas mutan de mascaras a esperpentos. La silenciadora se pone poliglota y bizarra, se despliega (surgen largos textos en prosa, malvados y mutantes), en lo mucho, en lo demasiado. Una multiplicidad asechante se disemina. El silencio se va con lo multiple, y en la bombardeada trinchera del yo, quedan los aullidos destrozados, unas palabra que duelen; me comería la lengua, aúlla. Sí, ella se patotea a ella; y a través de ella, al mundo. Una guerra civil entre lo uno y lo multiple, por entre, detrás de las tripas, o vista a través de las tripas trémulas y moribundas, con personajes (ni tan sujetos ni tan objetos, ya que un sueño desase los contornos) que la pelean, la efectúan a esta contienda. Sumisa la niña muda / que habla en mi nombre, / me sierro, me defiendo, / cuando las cosas, / como hordas de huecos, / vienen a mi terror. El terror es para entonces su mejor enemigo, y ella no para de cantar su fuga (entonces, más que nunca, en el sentido de fuga de gas... que en cualquier momento explota). Fuga en esa pluralidad que exige el sacrificio de lo homogéneo, del centro, de lo único: esta multiplicidad es sustantivo y no adjetivo. No para de desollar muñecas con su rostro. De minar el campo. De esperar en lo oscuro con la valentía del miedo: Y qué vas a decir / voy a decir solamente algo / y qué es lo que vas a hacer / voy a ocultarme en el lenguaje / y porqué / tengo miedo. La actitud es dura, es de bruja. Su guerrilla comienza a funcionar en sombras que son espejos que finalmente no son nada. O son dolor, o su intento ventrílocuo de que este cese.

Como en esa canción de Bjork, en donde amenaza que no se metan con ella porque se van a encontrar con un "ejercito de míes" (Army of me), se desdobla y multiplica. Pero en nuestra poeta la disonancia y lo multiple no llegaron a manifestarse en esplendor festivo, exótico, o de reivindicación fina, dulce y ambigua de lo plural (propio o impropio) como en la cantante trip-pop islandesa. En nuestra poeta, el ejército de míes estaría formado por muchas Janis Joplin; y no sería un ejército, sería una guerrilla, unos vietcongs de la mente. También unas lobas en lo profundo del bosque, aullando. Escribe Alejandra para una Janis recién muerta en 1972: A cantar dulce y a morirse luego. / No: / a ladrar. / así como duerme la gitana de Rousseau. / así cantás, más las lecciones de terror. / hay que llorar hasta romperse / para crear o decir una pequeña canción, / gritar tanto para cubrir los agujeros de la ausencia / eso hiciste vos, eso yo. / me pregunto si eso no aumentó el error. / hiciste bien en morir. / por eso te hablo, / por eso me confío a una niña monstruo. Las comparaciones con estas manipuladoras sónicas no son caprichosas, porque para nuestra poeta, el problema es, principalmente, musical. Música, Disonancia y Silencio.

¿Y la noche no funde, el mar no funde? Esos fueron deseos del poema, de su silenciante música, más de una vez: que termine el egoducto y que comience un mar, una linda brisa nocturna, un balneario de las uniones posibles. Y entonces: ¿por qué esta  guerra interna en donde vemos relativamente poco el enfrentamiento, la batalla en sí, y vemos mucho sus ruinas automáticas? Los polos ezquiso y paranoicos, aquí, revientan en la tensión de un pretérito hueco. Eso duele, tanto como una de esas ruedas con las que estiraban/torturaban a las brujas (ese hueco es la información que no está y que el inquisidor quiere saber). La bruja es la loca, la loca es la bruja, y esto lo sabe de sobra nuestra poeta; la poesía se desespera: Me van a morir (¿Otra suicidada por la sociedad?).

Ella se pregunta si no habrá sido un error cubrir los agujeros de la ausencia. Mmmm. Si es por buscar el error en el destino de nuestra poeta, volvemos a lo dicho en la fábula supuesta del principio: No insistió con la persecución de la persecución, no continuó con el viaje, con la multiplicación de los lugares. Donde vio agujeros de la ausencia, bien pudo preferir ver (oír) los pasadizos, los túneles subacuáticos,  a un mar navegable, reemprender el viaje. Seguir. Seguir.

De hecho, la propuesta estuvo. La Bucanera de Pernambuco o Hilda la Polígrafa ¿qué es?, ¿conjunto de prosas deformes?, ¿novela?, ¿juntadero de papelera ezquiso?, ¿poema desborde? Para nosotros, una posible salida, del sufrimiento y de las ganas de morirse, además de una de las más chispeantes novelas malditas de la literatura argentina (sea lo que sea esto último) junto con Tadeys, de Osvaldo Lamborghini. La Bucanera Hilda reemprende la marcha. Es casi el reverso de la Janis loba rota que se aturde con sus aullidos en el borde del bosque hasta su triste oclusión. Ella podría haber transformado a esas sombras que golpean, (nada sino golpes / y se ha llorado...), que aparecen en los poemas de Textos de Sombra (ese conjunto de poemas de edición póstuma escrito por la caperusita loba triste del bosque), en la tripulación trashumante y bocafloja de la embarcación de Hilda la Polígrafa. Ahí estuvo su batalla fría final: Hilda o Sombra. Dos replicas de nuestra poeta con forma de umbrales.

Quizás, la cosa fue el lado del que se ubicó con respecto a lo que es Buscar: No es un verbo sino un vértigo. No indica acción. No quiere decir ir al encuentro de alguien sino yacer porque alguien no viene.

Es invitada a ir nada más que hasta el fondo. Una vez más, finalmente y para siempre, se anochece. Ahora más que nunca, la noche. La noche soy y hemos perdido. / Así hablo yo, cobardes. / La noche ha caído y ya se ha pensado en todo. Elige yacer con Sombra. No saldrá por los mares a buscar tesoros con Hilda, ni a multiplicarse en sus propios Viajes de Gulliver en plan de farra. El de su voz es un recuerdo que me hace perder el conocimiento frente a esta conjunción celeste y verde de mar y cielo / Yo preparo mi muerte, dice. ¿De quién es esa voz que la hace perder el conocimiento, rechazar el viaje bucanero y preparar su muerte?  No sabemos, talvez no importe. Sólo su voz, o una voz.  Y nada será tuyo salvo un ir hacia donde no hay dónde.

En septiembre de 1972, el día 25, nuestra poeta, la maquina literaria denominada Alejandra Pizarnik, se apagó voluntariamente. En su cuarto de trabajo se encontraron unas... raras plegarias (criatura en plegaria, había escrito). En un papel, sobre su mesa, se lee: En el centro puntual de la maraña / Dios, la araña.  Y en un pizarrón, escrito con tiza: Criatura en plegaria / rabia contra la niebla...Y también: Escrito / en / el/ crepúsculo...y después, más abajo: Oh vida / oh lenguaje / oh Isidoro...Se refiere a uno de los poetas que siguió al bosque, al fondo de la noche, Isidore Ducasse, llamado el conde de Lautréamont. Así, con sus maquillajes de ausentes, tal vez se encuentren, por fin, en el fondo de un silencio lejano.